Allí las manos
pesaban menos con cadenas…
Ya el musgo está ciñendo la frente de los dioses,
el sol está muriendo en cada cosa.
Y todo lo que queda
refuta los dominios de las luces
viviendo más allá de sus razones.
Todo calla,
y estoy tan lejos de la muerte
que apenas siento un nombre
vertebrando mis pasos,
un nombre que me cifre en cuanto he hecho.
Pero nos queda tiempo.
Quizás. Tiempo
para darles de nuevo nuevas pieles,
para darles sus nombres y sus rostros,
sus ojos nuevos.
Y urdir dioses de gloria y voz de barro.
Voces que nombren,
que señalen acaso aquellas playas
donde otros soles bañen
quienes somos.
Un lugar al que ir
cuando nos pesan tanto nuestras alas.
Antes de que la oscuridad diluya
los caminos.
Antes
de que la ingenua vanidad del mármol
presuma en unas letras nuestro nombre.


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