They caught the last train for the coast
The day the music died…

Don McLean

Siempre supe que la música era cierta,
pero era siempre tarde para el mundo.

Tarde una sombra intrincada y tenue en tu llegada.
La pisada que nace y revoca las distancias.
Tarde para no haber confundido
con sangre los dedos
de la madrugada exacta.
Para serme un cuerpo y no buscarte.

Tarde,
para fingirme un mundo en cada esquina,
para inventarme,
para descubrirnos sin mácula de historia
y sernos cada aliento y cada instante.
Tarde pronunciaba en secreto tus huellas
un vago idioma de semillas que hienden la mañana.

Y era tarde
para vestirte de promesa en las ventanas;
porque tarde es la sed que lleva al agua;
porque acaso el viento necesita aliento y tarda y llega
para seguir conjurado en las malezas
un vestigio de tu pelo.

Tarde regresaba el día por costumbre.
Tarde la desnuda simiente en víveres,
el minucioso azar.
La vida entera para hacerla cierta,
como das por cierto el improbable mundo al despertarte.

Y cuántas veces quise comprobarte
trazándote en el intocable caudal de azul
que se va abriendo en el cemento
que llega siempre un Siempre tarde.

Y descubrirte, y refugiarme en tu furtiva memoria
y temeroso y silente resguardarte
como una herética refutación del polvo.

Comprobarte y al fin
saberte cierta.
Cierta como la hoja súbita que muere
y dice que la primavera nace con su espera;
como la frágil luna del primer verano que tal vez le hace
a uno saberse hallado;
como nombrarte y fingir que no me habitas.

Tú, jardín que al fin me alberga y ya sin miedo.

Y ahora devuelvo cumplida
de pasado la profética siembra.
El augur de un viento extraño;
la necesaria certeza de que el pasado fuera
un entramado de constelaciones y delirios cardinales:
un devoto laberinto a tu presencia.

Vaga y cierta como la latente raíz
que aún yergue aquella encina.

Y es que entonces
que la música era cierta acaso era preguntarse demasiado.

Y fuiste entre las horas y llegaste,
brillante y dolorosa como
la espada ardiente de aquel ángel que
guarda del paraíso al hombre.

Y eras cierta.

Bastaba verte suceder exacta
para saber que el mundo te recibió ya tarde.
Llegaste con pentagramas
y una bandada de palomas donde guardas tus miedos.
Conjurando sueños de estraperlo en las palabras.
Tu furor; tu lenguaje de suelos fragmentados;
tu palabra limpiando el aire; acallando el mundo
—el mundo que te anuncia y no te alcanza—.
Tu mirada arcana de senderos
y faros embriagados de bitácora.
Velero en llamas tejiendo
un horizonte somnoliento entre los sauces,
devolviéndome a ignotos lugares a los que pertenezco.
Haciendo cierto el sol cuando se enreda en tu persiana;
ofendiendo la lucidez del suelo
la constelación de tus pies de céfiro.
Verso de otro tiempo, secreta esencia.
Ya cierta antes que el tiempo
ciñera tu cuerpo a un canto y me dejara.
Como es cierto aquel umbral
que me entrega a tu pupila colmada de otros mares,
mientras tu mano abierta alberga el raso
de la noche sobre la arena intransitable.
Y supe que a la luz le basta un manto oscuro
para hacerme cierto.
Silueta de un espejismo,
tu presencia se abre en la noche
y allí me encuentra,
y allí una sábana triste te descubre y desvela
con la liviana suavidad
con que se acuesta entre los parpados un sueño,
y desteje el tapiz de los hombres un silencio,
—este tiempo hundido en lo finito—.

El mundo se hace cierto entre tus pasos si lo pueblas.

No sabía —que la música era cierta uno lo piensa—.

Y cómo distinguir ahora
si tal vez es la música
quien erige tu cuerpo en el espacio y no al contrario
o si es que fue tramando la nitidez del sueño el oleaje
profundo de tus manos,
todavía blancas de fundar en el aire sus hogueras.

Habíamos sido —lo sé—,
y acaso para ser baste haber sido,
por eso hoy sé que ser no basta.

Y sé
tus ojos que se anuncian
como una invocación a un dios perdido
para recordar la víspera a los hombres que no olvidan.
Y todo ha sido —lo sé—,
pero yo nunca había sido.

Y qué sol de conjuro, azar de alquimia;
qué raíz prendía el universo si no era acaso
que cada calle fuera susceptible de tu hallazgo.
Qué retazos de ti te depara el viaje,
devolviendo a la belleza su labor de contemplarse.
Qué precisa metáfora de ti es cada cosa que enmudece.
Y qué poema, al fin, sin hacer de tu verso
hipérbole ni fábula.
El verso que te busca y que estás siendo.

Sé que enterrarte en tinta no es nombrarte.
Perdonarás la vanidad de un hombre
que te diluye en texto;
la vanidad de un alfarero que apenas sabe
que saberte a ciencia cierta es ser profeta.

Perdonarás el miedo,
el reguero de cenizas que delata a un fiel intruso,
la inclemencia,
la insolente timidez que nunca calla,
la coraza,
la tristeza de un hombre que es feliz y no lo sabe.

Decían que la música había muerto
la vez primera que bailamos juntos sobre el mundo
y tal vez fuera entonces cuando supe
que nada era más cierto. Tan cierto,
como un tarde aún por transitar.


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