Con la sed de las flores,
con la ufana virtud de la justicia,
abrid las manos:
os dejo, casi intacto, todo el mundo.
Os dejo un cuerpo, último e inútil,
unos versos, un silencio,
a cambio de esos dones distraídos
aquellos que la tierra no retiene.
Este,
que nunca tuvo nada,
se llevará consigo su riqueza,
resguardará en lo eterno lo que es suyo.
Y al fin protegeré sin miedo
el tacto de las manos de mi padre,
la inclemente dulzura de la vid,
la larga sombra de un septiembre exhausto.
Y retendré la voz valiente
que tiembla en la garganta de mi abuelo
y maldice la noche con su risa
y bendice a los hombres
con su llanto.
Tendré un sitio
con mi rostro en el hombro de mi hermana,
o el estrecho silencio de mi hermano
o en el acogedor abismo de los otros.
Y guardaré la joven mirada de mi madre
como un caudal de lunas fiel y herido
como un verbo incansable sobre el sueño
de alguna tierra triste anochecida.
Me llevaré el sabor del agua fresca
el color de una tarde de la infancia
y un aroma que todavía ignoro.
Tendré, también, el frío,
todo el frío, yaciendo entre mis huesos,
quizá unos brazos
que son leña y hogar y lo desahucian.
Tendré, no lo dudéis, toda la vida.
Y mirad:
este que nada tuvo
nada os deja que no sea ya vuestro.
Os dejo el mundo
el mundo cierto, milagroso y vano.
Así que abrid las manos como flores,
con justicia,
aunque tan sólo sea
para que al fin se cumpla en vuestros ojos
la íntima verdad del universo:

la furiosa belleza de la vida.


Scroll al inicio