Tard, très tard, je t’ai connue, la Tristesse
Ezra Pound, Canto LXXX

Y ya era tarde.
Cuando vi en lo alto su voz, su voz lejana.
Su voz, hacha de bronce, cegando el tiempo.
Nos encontró el tronido,
glorioso y atroz,
diez mil trompetas hirviendo en los huesos.

Adentrando en las grietas su
dedos, sus sonrosados dedos interrogando
los cristales para buscar mi cuerpo. 
Para llenar mi aliento de memoria.

Floreciendo.

Fundando entre el marfil su paso lento,
su verso hendido, en un
lenguaje ya olvidado
que no sabré olvidar.

*

Por las ventanas,   al fin.
Su voz nos encontró por las ventanas.
Con el tenaz sigilo de un incendio de semillas soñolientas.

Y yo, que hube prendido la raíz del olivo
para atender las sombras,
para dejar a las estrellas lejos,
tan lejos como pudiera soñarse.

Yo que allá en la corona marchita,
poblé de sinceridad los silencios del espejo
para dar palabra a las contadas cosas;
que urdí mis temerosos talismanes en la herrumbre
con el arado de los muertos. Yo. Yo mismo.
Qué puedo tener yo para esta búsqueda.

*

Ya el oro ha sepultado las murallas.
La luz
que baña yerma los jardines,
desvela sólo su miseria.

Y vuelve como un grito la carne a los espejos
con la devota precisión del mármol;
con la fidelidad de una sombra que se refugia tras mi cuerpo
y todo se conjura y nace y llega.
Y yo estoy solo.

*

Y así que estas mil cosas, esculpidas en sal, harán la vida:
la urgencia
de rendirse el viento en las mejillas,
de descifrarse en rostros y estandartes, de aprenderse,
a caminar, a buscar un paso
que claudique nuestras huellas;
  a llenarse de alientos las manos y
los latidos,


a respirar.

*

Se postraron,
dóciles como hojas muertas, mis
paredes a la voz del ave.
Y vi nacer al este, al horizonte, surcando
el arco, la mano triunfal y la cosecha
de que las grietas son raíces.


Y allí ensalzada
 la brida desangrando el mar. Y al galopar, los
 látigos del vigía iban tendiendo
una pesada estela de vida entre sus huellas;
  una arenga de cristal en
las montañas.
Como el color de un sueño,
como una caricia de distancias que florecen,
reconocí su insignia:

el zafiro oriental de su conquista.

*

Y la unánime voz me fue cercando.

La aurora,

con su misterio exhausto,

su certeza de vientre herido de prodigios,

desempolvándome de sueños viejos párpados,
con su humano acecho,
su calor.

—Yo quise ser un hombre,
 pero mis huesos no se hicieron para cargar la luz del mundo—.

*

Y mis manos —mis huecas manos.
Y qué compartirán ahora mis manos.

Qué frío nos dará cobijo ahora
que nace el calor;

que ninguna maldición cubre mis hombros.
Ahora,

que he sido arrojado al paraíso como un perro

y estoy vivo;
cómo
con qué excusa
presentaré mi rostro a su constante rostro,
mi hálito hundido.

—Extranjero bajo el sol, veo claro,
que mis torpes manos no se hicieron
para sostener tanta belleza—

*

Ya todos mis ayeres
son restos de una torre
que fue espera.
Ya nace el inasible mundo
en cada esquina.

Ya claman los jardines y las cumbres mi nombre.

Tarde, muy tarde
 he conocido la felicidad.



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