Sigue lloviendo. El día es triste y largo.
En el remoto gris se abisma el ser.
Llueve… Y uno quisiera, sin embargo
Que no acabara nunca de llover.


Leopoldo Lugones


Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre…

Claudio Rodríguez


En cualquier parte,
pero no en esta.

Quizá en la silenciosa fraternidad de los desiertos
donde se entregan los caminos a la fidelidad del éter y se libran lejos los horizontes
como una bandada de suspiros.

Quizá en la piadosa desidia del asfalto,
que despacha en sus urgencias el olvido,
con la certeza de un sello sobre el barro.

O en los otros jardines, los lejanos, para los que ya no existo,
donde dejé una vez mis huellas con la levedad de una promesa
—que apenas el rocío habrá notado—
y que quizá me esperan como se espera algo que no existe.
En las ventanas, resignada confabulación del mundo,
donde todo está tan cerca como un sueño segundos antes del olvido.
Y una frágil distancia da a la tarde la seguridad de una superstición.

Habrá que irse. Habrá que buscarse en otra parte,

pero no en esta.

No en la paciente solicitud de estos vergeles;
de su lejanía tan íntima, tan cercana.

Bien conozco sus confines.
Su letanía de albas y conjuros, la soñada voz de sus acequias y la gratitud del mármol; su rumor de destellos y de instantes.
Lejana. Tan lejana te llamé con voz de hombre. Tantas veces.
Con voces embestidas de palabras, de memoria,
calcadas y perdidas. Te busqué en el verso y en la babel del pensamiento
enraicé en perplejas mitologías la serena misericordia con que me admites cerca.

Hoy, con la gravedad de la tarde a la hora exacta he comprendido; tú, que condesciendes a mis ojos:
si fueran para el hombre no serían rosas.

Quizás un simulacro. Una moneda. Con la arrogante piedad del plástico para ser eternas,
una ficción.
La tumba de cristal donde muere un tigre.

Pero tú, a quien hoy llamo jardín,
lejana ya en ti misma, eres eterna,

y yo sólo un intruso.


Te dejé de buscar cuando su sombra,
con la íntima lealtad de una alusión
vino a buscarte.
Pero tú, jardín, tú ya sabías.
y ya no leímos más desde ese instante.

Y con qué trémulo amor cada flor que se entregaba, inclinaba a la esperada voz los vagos pétalos igual que si soñaran. Estremecida a un mutuo estupor de escalofríos.
Con qué delicadeza se inclinó la oscuridad, jardín, como una reverencia sobre tu ansiada frente para besar tus hojas. Para dorarte de motivos los mutuos párpados.
Y cómo se poblaban tus ramas de promesa, de hogar y temblor, ya albergando soñolientas el calor de las mutuas manos.
Y qué secretos en vuestro mismo idioma, en vuestras mutuas voces, compartisteis juntos al sopor de una caricia.
Y te encontró dormida, jardín, y fui testigo,
aquella lluvia, para guardar tu sueño con mil ojos.

Ahora,
demorando la memoria en los confines
de esa palabra que te alcance
como la lluvia te hace verso alguna vez,
he comprendido:
si fueran para mi
no serían mías.

Y he de partir.

Pero aún me abriga el pírrico consuelo de mi carne.

De la lluvia. De mi yermo idioma. El consuelo

de no haber quebrado una hoja,

de no haber dejado una huella,

de no haber alcanzado nunca con mi voz de hombre

un verso que te guarde como la lluvia.








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