Después vimos llamando en los cristales
la trágica sonrisa de la luna.

Como un dios avisando que después del sueño
esperaba también la madrugada.

Y vino el mundo
con sus jinetes blancos
sobre la hierba negra,
volvieron, como el rayo al cielo,
las ciudades;
con el íntimo ardor de las saetas,
las palabras.

Tuvimos que volver,
a la vanguardia de las mismas sombras,
bajo los mismos cuerpos,
sobre las mismas calles.

Y nadie nos había dicho
que la voz del anhelo habla en presente
que mientras no lo doren de otroras los mañanas
habremos de vestir la luz de los destinos:
tendremos que aprender a despertarnos.

Y nadie, nunca, nos había hablado
de los frágiles
y fríos huesos de las aves.

De cómo el mundo sobrevive
continuamente a su belleza
sin decir nada.

Tuvimos que despertar
y recordar callados
el tiempo en el que fuimos tan futuro.

Y al fin,
con tanto miedo y luz entre los dedos
tuvimos que aprender

a ser humanos.


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